El viejo miró la llave con
extrañeza y volvió a introducirla en la cerradura pero no abría. Examinó el
enorme llavero y probó con una segunda llave y una tercera antes de que alguien
suspirase a sus espaldas.
—Espero que no tenga que
probar con todas esas llaves.
—Habrá que tener un poco de
paciencia— contestó el anciano como para sí mismo.
Y continuó probando las
llaves una por una, con un ligero temblor en los dedos. Estaba seguro de que la
primera llave era la correcta, pero no funcionaba, así que lo único que podía hacer
era probar con las demás hasta dar con la buena. La edad no perdona, se decía a si mismo mientras seguía
intentándolo de nuevo, convencido de que se había confundido de llave debido a
un despiste.
Tenía llaves de todos los
tamaños y formas. Algunas eran grandes y antiguas y estaban recubiertas por una
capa de óxido que indicaba que no habían sido usadas en muchos años. A pesar de
ello, también las probó. Sabía perfectamente que la llave que buscaba había sido
usada cada día durante los últimos doscientos años, pero había llegado a ese punto de
incertidumbre en que ya no confías en ti mismo y dudas de todo.
—Ahí tiene usted muchas
llaves— dijo una nueva voz detrás suyo.
—Están todas— contestó sin
volverse.
A lo largo de los años había
reflexionado muchas veces acerca de las llaves. La gente normalmente no se
deshacía de ellas, cambiaban una cerradura, añadían una nueva llave al llavero
pero tardaban un tiempo en desprenderse de la vieja y cuando lo hacían solían guardarla
en el fondo de un cajón. Era un comportamiento absurdo, pero así era la gente.