Delante de él juega un niño. Tirado en el suelo a lo largo, empuja un cochecito de juguete por entre las patas de las sillas y hace ruidos con la boca. La madre le riñe —levanta del suelo, mira como te estás poniendo.—
Hace un calor insoportable, impropio de un mes de octubre, de pleno otoño. Pero ya no hay otoños como los de antes, cuando los niños volvían a llevar a la escuela capuchas y botas de agua. Y una leve sonrisa de nostalgia se dibuja tímidamente bajo el bigote del viejo, pero nadie la nota, nadie. Y los ojos le brillan húmedos por un breve instante hasta que el presente irrumpe de nuevo en sus pensamientos.
—Por eso nos llaman pacientes— apunta una señora en animada conversación con otras dos que ocupan asientos enfrentados al suyo.
“Gallinas cluecas que no paran de hablar” piensa el viejo levantando la vista con desprecio, “hablan y hablan, sin sentido, sin pensar lo que dicen, hablan y solo dicen tonterías”
Parece como si las mujeres hubieran oído sus pensamientos. Lo miran de soslayo y bajan la voz. Murmuran ahora.
“Comadres, metomentodo” continúa el viejo amargado, “no tienen otra cosa que hacer que venir a cotillear al ambulatorio” y hace girar de nuevo el bastón, enfurecido por el parloteo estridente de las mujeres.
Desde que se jubiló no hace otra cosa más que esperar. Esperar su turno en el mercado, aunque muchas veces las mujeres lo dejan pasar con tal de que se vaya, esperar en el banco del parque mientras las palomas se comen el pan de ayer, esperar que venga el sueño por las noches.
Antes al menos estaba Ramira con él y los demás venían de vez de en cuando, a verlos. Pero ahora está solo, espera solo y nadie viene a verle.
Hace ya tiempo que se pregunta si debería limitarse a esperar con santa paciencia a que llegue su turno. Y hoy ha decidido que no espera más, lo tiene todo bien pensado. Hoy recoge su botín en la farmacia y no espera más.
Por fin, oye su nombre en labios de la enfermera. Le da dos vueltas más al bastón mientras sonríe y lentamente se incorpora. Ha llegado su turno.
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