domingo, 21 de mayo de 2023

Migraciones

 



En verano nos mudamos y yo empecé a enterrar tesoros en un nuevo  jardín: los pendientes de la abuela, que todos daban por perdidos; los zapatos de charol de Julita y un botón dorado del uniforme de papá. Es una extraña costumbre, pero mamá le quita importancia. Dice que soy su pequeña urraca, y que recojo todo lo que brilla para adornar nuestro nido. De Julita, en cambio, dice que es una cotorra, porque charlotea sin parar y repite todo lo que escucha.

La gente murmura. El jardín se nos está llenando de hoyos, al tiempo que sus bolsillos se van vaciando de monedas, canicas de colores o anillos. Una vecina protesta: le ha desaparecido un reloj de pulsera. Mamá la tranquiliza y la invita a merendar. Su hijo juega con nosotras en el jardín, cuenta hasta cien y su cabello refleja el sol de la tarde. Me recuerda un canario que tuvimos y al que sepultamos entre las azaleas. Pero eso fue hace tiempo, en otro jardín.

Mamá y la señora han acabado el café. Al niño rubio le ha tocado esconderse y no responde a la voz de su madre. Julita salta sobre un solo pie y repite, una y otra vez, que vamos a tener que mudarnos de nuevo. Yo escondo las manos en los bolsillos, sucias de tierra.

Relato finalista en La Microbiblioteca, mes de abril.