—Espero que no tenga que
probar con todas esas llaves.
—Habrá que tener un poco de
paciencia— contestó el anciano como para sí mismo.
Y continuó probando las
llaves una por una, con un ligero temblor en los dedos. Estaba seguro de que la
primera llave era la correcta, pero no funcionaba, así que lo único que podía hacer
era probar con las demás hasta dar con la buena. La edad no perdona, se decía a si mismo mientras seguía
intentándolo de nuevo, convencido de que se había confundido de llave debido a
un despiste.
Tenía llaves de todos los
tamaños y formas. Algunas eran grandes y antiguas y estaban recubiertas por una
capa de óxido que indicaba que no habían sido usadas en muchos años. A pesar de
ello, también las probó. Sabía perfectamente que la llave que buscaba había sido
usada cada día durante los últimos doscientos años, pero había llegado a ese punto de
incertidumbre en que ya no confías en ti mismo y dudas de todo.
—Ahí tiene usted muchas
llaves— dijo una nueva voz detrás suyo.
—Están todas— contestó sin
volverse.
A lo largo de los años había
reflexionado muchas veces acerca de las llaves. La gente normalmente no se
deshacía de ellas, cambiaban una cerradura, añadían una nueva llave al llavero
pero tardaban un tiempo en desprenderse de la vieja y cuando lo hacían solían guardarla
en el fondo de un cajón. Era un comportamiento absurdo, pero así era la gente.
—¿Cómo lo sabes?— preguntó
un niño de cinco años que acababa de llegar.
—Tú eres muy joven— observó
el anciano.
—Viene conmigo— explicó una
mujer con la cara marcada por el sufrimiento.
—¿Cómo sabes que ahí están
todas las llaves?— insistió el chiquillo con curiosidad.
—Están todas, créeme. Las
llaves nunca se tiran a la basura, la gente las guarda aún cuando sabe que ya
son totalmente inservibles.
El sentimiento que les
empujaba a este comportamiento irracional era un misterio, pero el viejo tenía
una teoría.
—Cada llave —continuó
—encierra un secreto. Unas han guardado cartas de amor, otras han protegido
tesoros y algunas sólo han encerrado a alguien en una celda. Pero todas han ocultado
algo y por eso las personas son incapaces de desprenderse de ellas, porque de
algún modo aún encierran ese secreto y temen que sea descubierto.
—Pero tú no puedes tener toooodas
las llaves—insistió el pequeño expresando el pensamiento de todos los que
esperaban.
—¡Pues las tengo!—zanjó el
abuelo sin admitir más réplicas. Y se dio la vuelta para introducir una nueva
llave en la cerradura.
Dónde
creerá la gente que van a parar al final todas esas llaves. Pensaba
mientras seguía probando una tras otra. Alguien
tiene que hacerse cargo, digo yo.
Al principio habían sido
sólo unas pocas llaves. La gente llegaba allí con una o dos a lo sumo y en un
último arrebato se las dejaban en custodia. Cómo
si me confiasen sus secretos, sí señor. Pero con el paso de los años cada
persona podía llegar allí con media docena de llaves como mínimo y la carga
empezó a ser insoportable. Cuando me
confiaron la primera llave creí que sería la única y por eso la acepté, por eso
y porque al Señor no se le podía decir que no, naturalmente.
La cola había ido creciendo
mientras el anciano continuaba con su infructuosa tarea y la gente comenzaba a
impacientarse. Los murmullos fueron en aumento y finalmente alguien alzó la voz
y preguntó:
—¿Por qué no intenta llamar
al timbre? Seguro que hay alguien dentro y nos abre. Llevamos mucho tiempo
esperando.
—Eso es imposible—dijo
volviéndose muy despacio —.Ustedes no lo entienden, el encargado de las llaves
soy yo. Lo he sido toda la vida y nadie se preocupa ahí dentro cuando llaman a
la puerta. Créanme, aunque aporreásemos la puerta nadie movería un músculo ahí
dentro.
—Creo que el señor tiene
razón— dijo la madre del niño—, no creo que nadie nos abra. Piénsenlo, si han
cambiado la cerradura, a lo mejor es que no quieren que entre nadie más.
—Eso es un disparate. Llevan
toda la vida hablándonos de este sitio, ¿por qué no iban a querer abrirnos?
—Tal vez está completo.
—Vaya tontería, ¿cómo va a
estar completo?
—Y ¿por qué no? Yo no lo
encuentro tan absurdo, después de todo es un sitio bastante exclusivo, sería
lógico que limitasen el número de huéspedes.
La discusión fue en aumento.
Las opiniones eran de lo más variadas, cada persona de aquella enorme cola
tenía una hipótesis sobre el extraño suceso y la exponía con vehemencia. El
tono de las conversaciones fue subiendo haciendo inaudible lo que decía el
anciano.
La madre del niño mandó
callar a todo el mundo, los codazos se sucedieron y al poco la reprimenda alcanzó
al último de la fila y todos quedaron en silencio.
—Me parece— dijo el anciano
hablando de nuevo como para sí mismo— que ha llegado el momento de cambiar de
aires. Ya me he cansado de los caprichos del Señor.
—No se ponga usted así,
hombre— intervino la mujer.
—¿Y cómo quiere que me ponga?
Toda una vida sirviéndole, atendiendo a sus invitados y ahora cambia la
cerradura de El Paraíso y me deja en la calle. Esto es demasiado. Me voy al
infierno.
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