(1er premi Concurs de Relat Breu escrit per Dones)
Cuando llegué a la casa yo
también había naufragado, como todas. Mi mundo se había hundido y todo lo que
antes me parecía seguro e inalterable había desaparecido bajo las aguas. Me
abrió la puerta Zulema, un espíritu antiguo encarnado en una africana bajita y
regordeta. Cargaba a la espalda con su pequeño milagro, de ocho meses, y
contemplaba mi vientre con una sonrisa huérfana de algún diente pero muy
acogedora. Me sentí obligada a presentarme formalmente:
—Me llamo Laura —susurré tan
bajito que ni yo pude oír mi voz.
—Hola mi cielo, ¡no tengas
miedo! —y me tomó de la mano conduciéndome al interior.
La casa estaba en penumbra,
con las persianas medio bajadas para evitar el calor de la tarde, pero se
notaba que estaba todo muy limpio. Entramos en una salita amueblada únicamente
con una gran mesa y un grupo de sillas, todas distintas, dispuestas a su
alrededor. Nos sentamos.
Zulema me miró un buen rato
antes de decir:
—Compartirás habitación con
Isabel, por lo menos hasta que nazca tu bebé. Después ya veremos—. Asentí
nerviosa y Zulema continuó explicándome las normas básicas de convivencia,
turnos de limpieza y cocina, obligaciones, derechos, parecía que lo tenían todo
muy bien organizado.
Poco a poco, mientras Zulema
hablaba, habían ido llegando el resto de mujeres, cuatro en total, todas
supervivientes del mismo naufragio:
María tenía dos niños de
cuatro y dos años, eso le daba derecho a una habitación propia. María estaba
separada, tenía la custodia de sus hijos y el usufructo de un piso que se había
quedado el banco. Su vida se había ido a la mierda como la de todas las que
ocupaban aquel piso, pero todavía sonreía cuando miraba a sus hijos.
Isabel tenía un niño de
siete años, su historia era muy parecida, pero con el agravante de ser
colombiana y no tener papeles. El padre de su hijo se había vuelto a Colombia.
Iba a comprar una casita con lo ahorrado en los diez años que trabajaron
ilegales en España y cuando la tuviera, ella y el niño se reunirían con él.
Nunca más supo de él, ni del dinero. Por las noches lloraba, convencida de que su
hombre había sido asesinado y sus ahorros robados por alguna pandilla de
muertos de hambre. En su país había mucha violencia, decía entre sollozos.
Rocío y Verónica eran madre
e hija. Cuando las cosas se complicaron el banco ejecutó la hipoteca y también
embargó el piso de la anciana que había avalado a su hija. El yerno estaba en
Alemania buscándose la vida y con lo que
les enviaba intentaban salir del hoyo pero finalmente no les había quedado otra
opción que vivir en aquella casa “okupada” por mujeres.
Todos los ojos se dirigieron
entonces a Zulema. En aquel confesionario pagano le había llegado el turno,
pero ella se levantó de la mesa y no quiso explicar su historia.
—A su hombre le pillaron en
el metro — dijo Isabel bajando la voz —Primero le pidieron el billete, debieron
pensar que tenía pinta de haberse colado y cuando vieron que sí que había
pagado le pidieron la documentación.
—Sólo porque es extranjero
—añadió Rocío.
—Él se enfrentó, les dijo
que no tenían derecho porque no había hecho nada malo y ahí la jodió—. Isabel
se levantó y empezó a subir las persianas mientras continuaba hablando. —Se lo
llevaron retenido y acabó en un centro de internamiento. Está a la espera de
ser expulsado y para colmo ella no puede ir a visitarlo porque tampoco tiene
papeles.
El sol había caído y la
tarde se coló por la ventana, con sus voces y su brisa. Me entraron ganas de
salir a pasear, sentarme en una terraza y pedir una caña y unas tapas. La voz
de Zulema, huraña desde la puerta de la cocina, me devolvió a la realidad.
—¡Venga chicas! Menos darle
a la sin hueso que hay que hacer la cena.
Estaba claro quien llevaba
la voz cantante. Me levanté y seguí el ritmo de los movimientos de las demás,
ayudé a poner la mesa mientras en la cocina empezaban a sonar los cacharros.
Era fácil sentirse en casa, todas hablaban y reían como si no existiera el
mundo exterior, como si hubieran escogido vivir y criar juntas a sus hijos,
parecía que fueran amigas desde niñas.
—Y tu, Laura, ¿cómo has
llegado hasta aquí?— interrogó Verónica cuando la sopa estuvo en la mesa.
—En la asociación me
hablaron de esta casa.
—No es eso lo que te ha
preguntado —espetó Zulema, que había cambiado de humor después de la escena de
la tarde.
—No, claro...— susurré yo un
poco confundida.
—Zulema tía, ¡que borde te
pones a veces! —saltó Isabel— nadie tiene la culpa de lo que te ocurre ni de
que no quieras explicarlo, y menos que nadie la nueva, pobrecita, recién
llegada y tú con esos morros.
—Tienes razón —respondió
Zulema con la voz súbitamente serena y dulce —tienes toda la razón. Perdona
Laura, no debería pagarla contigo. Hace ya dos meses de la detención de Jair y
estoy muy nerviosa, la abogada no quiere asustarme pero creo que de esta semana
no pasa, lo van a expulsar y no volveré a verlo.
—No digas tonterías Zulema
—interrumpió Rocío — ¿cómo van a
expulsar a Jair? Su hijo ha nacido aquí, algún derecho tendrá, ¡digo yo!
Zulema lloraba, en silencio.
Lloraba y sorbía la sopa, las lágrimas caían serenas en el plato y recuerdo que
pensé que así nunca se acabaría la sopa. El resto de la cena discurrió en
silencio. Sólo se oía a los niños reír y charlotear en la mesa de la cocina,
ajenos al drama.
Cuando Zulema se fue a
dormir, con su pequeño agarrado al pecho y seca ya de lágrimas, las demás
recogimos la mesa y fregamos lo platos. María e Isabel acostaron a los niños y
cuando todo quedó en silencio nos reunimos de nuevo en la cocina.
—Esta casa es un drama —sentenció
Rocío con aquella sabiduría andaluza que le daban la edad y su origen.
—Cada una tenemos el
nuestro, de drama —terció Isabel —y no andamos ladrando a las demás de esa
manera.
—Tiene que estar muy
deprimida —dije en un hilo de voz —yo la entiendo.
—Eres un cielo de niña —dijo
Rocío cogiéndome la mano —espero que no tengas que estar mucho tiempo en esta
casa.
—No se — respondí —por el
momento lo tengo difícil para encontrar un trabajo. En cuanto me ven la barriga
ni siquiera me cogen el currículo.
— ¡Pero tienes currículo y
todo! —Se admiró Isabel —Tú has estudiado ¿no?
La colombiana clasificaba a
la gente en dos tipos: los que habían trabajado desde que aprendieron a andar y
los que habían estudiado. Su sueño, y el de su marido también, era ahorrar
suficiente para darle estudios a su niño.
—Quiero que sea abogado
—decía con vehemencia, pero después recordaba la ausencia de noticias de su
marido y caía en un silencio oscuro.
Así transcurrió mi primera
noche en la casa. El encuentro con las tragedias individuales de cada una de
mis compañeras y los ronquidos de Isabel me impidieron pegar ojo hasta bien
entrada la madrugada. Cuando finalmente conseguí dormir soñé que nadaba, nadaba
sin parar luchando contra las olas, nadaba y nadaba intentando alcanzar la
playa. Era angustioso, cuanto más nadaba más lejos me parecía la playa, creí
que iba a ahogarme, ya no me quedaban fuerzas y dejé de nadar, me abandoné.
Pero entonces, de repente, me encontré sentada en la playa, la arena cálida en
contacto con mi piel me produjo una sensación confortable y a mi lado estaba
sentada Zulema, en silencio, mirando al horizonte. Así permanecimos un buen
rato, hasta que ella se volvió hacia mí y me dijo “Tengo que ir con él” y desperté.
Ese día acompañé a Zulema a
la playa y aprendí a trenzar el cabello al estilo africano, creo que mi sueño
fue una premonición. Nos sacamos unos cuantos euros y compramos patatas y
leche. Al regresar mi espalda estaba quemada por el sol pero me sentía bien por
haber podido contribuir en algo al funcionamiento de la casa.
Los días eran todos iguales,
distintas cabezas, mismos trenzados. Noches de papas con frijoles y
conversaciones a media voz, confidencias entre hermanas, porque eso es lo que
éramos, hermanas.
Una de esas noches les expliqué
mi sueño, el que había tenido la primera noche y cómo yo había interpretado que
era una premonición porque mi trabajo a partir de ese día había de ser en la
playa. Las demás me miraron asombradas y divertidas, hasta que Isabel dijo:
—Tú sabes cómo llamamos a
esta casa ¿no? —Y me miraba de un modo extraño —tu sabes que decimos que es
nuestra isla, la Isla de las mujeres—. Y
se echaron todas a reír. Todas menos Zulema, que agarró a su niño y se fue a
dormir sin decir nada, silenciosa y sombría como la noche de mi llegada.
La mañana siguiente amaneció
lluviosa y no pudimos ir a la playa. Por la tarde Zulema dijo que tenía que ir
a ver a la abogada, a ver si se sabía algo más de la expulsión de Jair. Yo salí
a comprar un poco para la cena y decidí cocinar para mis hermanas en
agradecimiento por la acogida que me habían dado. Me hacía ilusión preparar
arroz con conejo, como lo hacía mi madre, aunque conejo había más bien poco. El
aroma del sofrito me transportó a otros tiempos y me acaricié la barriga deseando
que pronto todo cambiara para que mi hija pudiera tener un futuro, para que
ambas pudiéramos vivir tranquilas.
Llegó la hora de la cena y
la casa se llenó de nuevo de risas y charlas, pero Zulema no apareció.
Estuvimos esperando un rato, pero decidimos empezar a cenar.
—Ya sabemos el carácter que
tiene —dijo María —según lo que le haya dicho la abogada estará caminando y
dando vueltas hasta que se le pase el sofocón.
Estábamos empezando a cenar
cuando sonó el timbre de la puerta. Se hizo el silencio. El mundo pareció
ralentizarse mientras la abogada de Zulema se sentaba con nosotras a la mesa.
Nadie terminó la cena.
—Zulema se ha entregado en
el centro de internamiento esta tarde —dijo la abogada con la vista clavada en
el plato vacío que tenía delante. —Ha pedido ser expulsada junto con su pareja
e hijo. A finales de esta semana se hará efectiva la repatriación.
Una lluvia de protestas,
llantos y súplicas inundó el pequeño comedor de la casa okupada. La abogada, con los ojos húmedos explicó que no había podido
hacer nada para convencer a Zulema de que se quedase en España, aunque fuera de
forma irregular y esperase a que su hombre volviese a dar el salto desde
África. Era mucho tiempo y mucho dinero el que se necesitaba para volver a
cruzar el estrecho. Ella no podía esperar tanto tiempo.
Nuestra isla, la isla de
Zulema, había sido barrida por una ola gigantesca y mientras las demás lloraban
y buscaban respuestas, yo permanecía asida al borde de la mesa, respirando,
nadando contra las olas, intentando alcanzar de nuevo la playa donde ya no
estaría Zulema, comprendiendo demasiado tarde el significado de mi sueño.
Continuaba respirando, acompasando el ritmo al del oleaje, notando mi vientre
tenso en cada ola, viendo como la vida se abría paso a pesar de todo y deseando
que Zulema estuviera allí conmigo para ayudarme a traer al mundo a mi hija.
Hoy hace tres meses de su
nacimiento. Hace tres meses de la marcha de Zulema. Yo sigo viviendo en la Isla
y sigo trenzando cabellos rubios con peinados exóticos, pero ahora lo hago en
el local que un amigo tiene en el casco viejo. Él vende artesanía y yo hago
trenzas con hilos de colores, mientras mi pequeña Zulema duerme en la
trastienda.
Este relato resultó ganador del Concurso de Relato Breve escrito por mujeres del año 2014. Ahora, con motivo de la celebración del 8 de marzo, ha salido publicado en un libro que recopila los relatos ganadores y finalistas de los años 2013 y 2014. Espero que lo disfrutéis.
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