miércoles, 11 de marzo de 2015

La isla

   (1er premi Concurs de Relat Breu escrit per Dones)




Cuando llegué a la casa yo también había naufragado, como todas. Mi mundo se había hundido y todo lo que antes me parecía seguro e inalterable había desaparecido bajo las aguas. Me abrió la puerta Zulema, un espíritu antiguo encarnado en una africana bajita y regordeta. Cargaba a la espalda con su pequeño milagro, de ocho meses, y contemplaba mi vientre con una sonrisa huérfana de algún diente pero muy acogedora. Me sentí obligada a presentarme formalmente:

—Me llamo Laura —susurré tan bajito que ni yo pude oír mi voz.

—Hola mi cielo, ¡no tengas miedo! —y me tomó de la mano conduciéndome al interior.

La casa estaba en penumbra, con las persianas medio bajadas para evitar el calor de la tarde, pero se notaba que estaba todo muy limpio. Entramos en una salita amueblada únicamente con una gran mesa y un grupo de sillas, todas distintas, dispuestas a su alrededor. Nos sentamos.

Zulema me miró un buen rato antes de decir:


—Compartirás habitación con Isabel, por lo menos hasta que nazca tu bebé. Después ya veremos—. Asentí nerviosa y Zulema continuó explicándome las normas básicas de convivencia, turnos de limpieza y cocina, obligaciones, derechos, parecía que lo tenían todo muy bien organizado.

Poco a poco, mientras Zulema hablaba, habían ido llegando el resto de mujeres, cuatro en total, todas supervivientes del mismo naufragio:

María tenía dos niños de cuatro y dos años, eso le daba derecho a una habitación propia. María estaba separada, tenía la custodia de sus hijos y el usufructo de un piso que se había quedado el banco. Su vida se había ido a la mierda como la de todas las que ocupaban aquel piso, pero todavía sonreía cuando miraba a sus hijos.

Isabel tenía un niño de siete años, su historia era muy parecida, pero con el agravante de ser colombiana y no tener papeles. El padre de su hijo se había vuelto a Colombia. Iba a comprar una casita con lo ahorrado en los diez años que trabajaron ilegales en España y cuando la tuviera, ella y el niño se reunirían con él. Nunca más supo de él, ni del dinero. Por las noches lloraba, convencida de que su hombre había sido asesinado y sus ahorros robados por alguna pandilla de muertos de hambre. En su país había mucha violencia, decía entre sollozos.

Rocío y Verónica eran madre e hija. Cuando las cosas se complicaron el banco ejecutó la hipoteca y también embargó el piso de la anciana que había avalado a su hija. El yerno estaba en Alemania buscándose  la vida y con lo que les enviaba intentaban salir del hoyo pero finalmente no les había quedado otra opción que vivir en aquella casa “okupada” por mujeres.

Todos los ojos se dirigieron entonces a Zulema. En aquel confesionario pagano le había llegado el turno, pero ella se levantó de la mesa y no quiso explicar su historia.

—A su hombre le pillaron en el metro — dijo Isabel bajando la voz —Primero le pidieron el billete, debieron pensar que tenía pinta de haberse colado y cuando vieron que sí que había pagado le pidieron la documentación.

—Sólo porque es extranjero —añadió Rocío.

—Él se enfrentó, les dijo que no tenían derecho porque no había hecho nada malo y ahí la jodió—. Isabel se levantó y empezó a subir las persianas mientras continuaba hablando. —Se lo llevaron retenido y acabó en un centro de internamiento. Está a la espera de ser expulsado y para colmo ella no puede ir a visitarlo porque tampoco tiene papeles.

El sol había caído y la tarde se coló por la ventana, con sus voces y su brisa. Me entraron ganas de salir a pasear, sentarme en una terraza y pedir una caña y unas tapas. La voz de Zulema, huraña desde la puerta de la cocina, me devolvió a la realidad.

—¡Venga chicas! Menos darle a la sin hueso que hay que hacer la cena.

Estaba claro quien llevaba la voz cantante. Me levanté y seguí el ritmo de los movimientos de las demás, ayudé a poner la mesa mientras en la cocina empezaban a sonar los cacharros. Era fácil sentirse en casa, todas hablaban y reían como si no existiera el mundo exterior, como si hubieran escogido vivir y criar juntas a sus hijos, parecía que fueran amigas desde niñas. 

—Y tu, Laura, ¿cómo has llegado hasta aquí?— interrogó Verónica cuando la sopa estuvo en la mesa.
—En la asociación me hablaron de esta casa.

—No es eso lo que te ha preguntado —espetó Zulema, que había cambiado de humor después de la escena de la tarde.

—No, claro...— susurré yo un poco confundida.

—Zulema tía, ¡que borde te pones a veces! —saltó Isabel— nadie tiene la culpa de lo que te ocurre ni de que no quieras explicarlo, y menos que nadie la nueva, pobrecita, recién llegada y tú con esos morros.

—Tienes razón —respondió Zulema con la voz súbitamente serena y dulce —tienes toda la razón. Perdona Laura, no debería pagarla contigo. Hace ya dos meses de la detención de Jair y estoy muy nerviosa, la abogada no quiere asustarme pero creo que de esta semana no pasa, lo van a expulsar y no volveré a verlo.

—No digas tonterías Zulema —interrumpió  Rocío — ¿cómo van a expulsar a Jair? Su hijo ha nacido aquí, algún derecho tendrá, ¡digo yo!

Zulema lloraba, en silencio. Lloraba y sorbía la sopa, las lágrimas caían serenas en el plato y recuerdo que pensé que así nunca se acabaría la sopa. El resto de la cena discurrió en silencio. Sólo se oía a los niños reír y charlotear en la mesa de la cocina, ajenos al drama.

Cuando Zulema se fue a dormir, con su pequeño agarrado al pecho y seca ya de lágrimas, las demás recogimos la mesa y fregamos lo platos. María e Isabel acostaron a los niños y cuando todo quedó en silencio nos reunimos de nuevo en la cocina.

—Esta casa es un drama —sentenció Rocío con aquella sabiduría andaluza que le daban la edad y su origen.

—Cada una tenemos el nuestro, de drama —terció Isabel —y no andamos ladrando a las demás de esa manera.

—Tiene que estar muy deprimida —dije en un hilo de voz —yo la entiendo.

—Eres un cielo de niña —dijo Rocío cogiéndome la mano —espero que no tengas que estar mucho tiempo en esta casa.

—No se — respondí —por el momento lo tengo difícil para encontrar un trabajo. En cuanto me ven la barriga ni siquiera me cogen el currículo.

— ¡Pero tienes currículo y todo! —Se admiró Isabel —Tú has estudiado ¿no?

La colombiana clasificaba a la gente en dos tipos: los que habían trabajado desde que aprendieron a andar y los que habían estudiado. Su sueño, y el de su marido también, era ahorrar suficiente para darle estudios a su niño.

—Quiero que sea abogado —decía con vehemencia, pero después recordaba la ausencia de noticias de su marido y caía en un silencio oscuro.

Así transcurrió mi primera noche en la casa. El encuentro con las tragedias individuales de cada una de mis compañeras y los ronquidos de Isabel me impidieron pegar ojo hasta bien entrada la madrugada. Cuando finalmente conseguí dormir soñé que nadaba, nadaba sin parar luchando contra las olas, nadaba y nadaba intentando alcanzar la playa. Era angustioso, cuanto más nadaba más lejos me parecía la playa, creí que iba a ahogarme, ya no me quedaban fuerzas y dejé de nadar, me abandoné. Pero entonces, de repente, me encontré sentada en la playa, la arena cálida en contacto con mi piel me produjo una sensación confortable y a mi lado estaba sentada Zulema, en silencio, mirando al horizonte. Así permanecimos un buen rato, hasta que ella se volvió hacia mí y me dijo “Tengo que ir con él” y desperté.

Ese día acompañé a Zulema a la playa y aprendí a trenzar el cabello al estilo africano, creo que mi sueño fue una premonición. Nos sacamos unos cuantos euros y compramos patatas y leche. Al regresar mi espalda estaba quemada por el sol pero me sentía bien por haber podido contribuir en algo al funcionamiento de la casa.

Los días eran todos iguales, distintas cabezas, mismos trenzados. Noches de papas con frijoles y conversaciones a media voz, confidencias entre hermanas, porque eso es lo que éramos, hermanas.

Una de esas noches les expliqué mi sueño, el que había tenido la primera noche y cómo yo había interpretado que era una premonición porque mi trabajo a partir de ese día había de ser en la playa. Las demás me miraron asombradas y divertidas, hasta que Isabel dijo:

—Tú sabes cómo llamamos a esta casa ¿no? —Y me miraba de un modo extraño —tu sabes que decimos que es nuestra isla, la Isla de las mujeres—. Y se echaron todas a reír. Todas menos Zulema, que agarró a su niño y se fue a dormir sin decir nada, silenciosa y sombría como la noche de mi llegada.

La mañana siguiente amaneció lluviosa y no pudimos ir a la playa. Por la tarde Zulema dijo que tenía que ir a ver a la abogada, a ver si se sabía algo más de la expulsión de Jair. Yo salí a comprar un poco para la cena y decidí cocinar para mis hermanas en agradecimiento por la acogida que me habían dado. Me hacía ilusión preparar arroz con conejo, como lo hacía mi madre, aunque conejo había más bien poco. El aroma del sofrito me transportó a otros tiempos y me acaricié la barriga deseando que pronto todo cambiara para que mi hija pudiera tener un futuro, para que ambas pudiéramos vivir tranquilas.

Llegó la hora de la cena y la casa se llenó de nuevo de risas y charlas, pero Zulema no apareció. Estuvimos esperando un rato, pero decidimos empezar a cenar.

—Ya sabemos el carácter que tiene —dijo María —según lo que le haya dicho la abogada estará caminando y dando vueltas hasta que se le pase el sofocón.

Estábamos empezando a cenar cuando sonó el timbre de la puerta. Se hizo el silencio. El mundo pareció ralentizarse mientras la abogada de Zulema se sentaba con nosotras a la mesa. Nadie terminó la cena.

—Zulema se ha entregado en el centro de internamiento esta tarde —dijo la abogada con la vista clavada en el plato vacío que tenía delante. —Ha pedido ser expulsada junto con su pareja e hijo. A finales de esta semana se hará efectiva la repatriación.

Una lluvia de protestas, llantos y súplicas inundó el pequeño comedor de la casa okupada. La abogada, con los ojos húmedos explicó que no había podido hacer nada para convencer a Zulema de que se quedase en España, aunque fuera de forma irregular y esperase a que su hombre volviese a dar el salto desde África. Era mucho tiempo y mucho dinero el que se necesitaba para volver a cruzar el estrecho. Ella no podía esperar tanto tiempo.

Nuestra isla, la isla de Zulema, había sido barrida por una ola gigantesca y mientras las demás lloraban y buscaban respuestas, yo permanecía asida al borde de la mesa, respirando, nadando contra las olas, intentando alcanzar de nuevo la playa donde ya no estaría Zulema, comprendiendo demasiado tarde el significado de mi sueño. Continuaba respirando, acompasando el ritmo al del oleaje, notando mi vientre tenso en cada ola, viendo como la vida se abría paso a pesar de todo y deseando que Zulema estuviera allí conmigo para ayudarme a traer al mundo a mi hija.

Hoy hace tres meses de su nacimiento. Hace tres meses de la marcha de Zulema. Yo sigo viviendo en la Isla y sigo trenzando cabellos rubios con peinados exóticos, pero ahora lo hago en el local que un amigo tiene en el casco viejo. Él vende artesanía y yo hago trenzas con hilos de colores, mientras mi pequeña Zulema duerme en la trastienda.



Este relato resultó ganador del Concurso de Relato Breve escrito por mujeres del año 2014. Ahora, con motivo de la celebración del 8 de marzo, ha salido publicado en un libro que recopila los relatos ganadores y finalistas de los años 2013 y 2014. Espero que lo disfrutéis.

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