El naufrago consiguió alcanzar tierra firme en el día más
caluroso de aquel mes de mayo; la playa
estaba llena de bañistas que se tendían sobre las arenas como filetes en una
plancha —vuelta y vuelta— deseosos de que su piel acusara los efectos perversos
de la radiación y resultara, de ese modo, más atractiva para el sexo opuesto, o
para cualquier sexo —qué más da—. El recién llegado en cambio, lucía un color
tostado con destellos de bronce que fue la envidia de los que pudieron
observarle salir del agua medio en cueros, el pelo ensortijado y revuelto,
adornado de algas y arena, la barba crecida de un hipster, aunque descuidada y sucia,
al más puro estilo hippy.
Desde el chiringuito, Bernardo observa la llegada del
extranjero mientras pide a gritos una caña, —o mejor, un cañón —y se ríe de su ocurrencia —qué cachondo soy, un cañón.
En la orilla hay jaleo; el moreno se ha derrumbado. Al
rato aparecen los de la Cruz Roja. Bernardo pide otra cerveza. En la tele, la
alta comisaria de las Naciones Unidas para los refugiados abre y cierra la boca
mientras el resto de los peces del acuario aplauden.
Este relato ha sido nominado en la convocatoria de ENTC y aún tiene una posibilidad de colarse en el libro recopilatorio de final de año. El tema eran "Los cañones" en homenaje al II Centenario de la Batalla de Waterloo, pero finalmente se abrió el tema a cualquier tipo de cañones, lo que me dio la oportunidad de jugar un poco con el significado de la palabra y traer una historia que no tiene nada que ver con Waterloo, pero sí con el mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario