No conocíamos el mar.
Pero cuando el viento inflaba las velas del bajel,
levábamos anclas y navegábamos rumbo al horizonte. Si tú gritabas “al
abordaje”, yo blandía una espada con alma de cartón, dispuesto a seguirte. Y al
final de la tarde, cuando la colada estaba seca, arriábamos la mayor y
fondeábamos en la bahía de nuestros sueños.
Los días de lluvia, corríamos por las playas de una isla
desierta, enterrando besos como tesoros. Trazábamos el mapa de nuestras pieles
con caricias inventadas y jurábamos con sangre no revelar el secreto.
No conocíamos el mar.
Ni sabíamos que existían amores prohibidos.
Hasta que una mañana, el viento sopló del este. Los
ingleses subieron a bordo, ebrios de razones. Reían y bebían mientras nos
empujaban a caminar por la tabla. Tú te volviste a mirarme. Yo cerré los ojos
mientras saltabas. Cuando llegó mi turno, sentí los corales afilados mordiendo
mi pierna.
Solo y herido, regresé a tierra arrastrándome. No pude
explicar lo ocurrido. Juegos de niños, dijeron. Y tendieron un silencio blanco de
sábanas.
Aún no conozco el mar. Pero continuaré izando esa
bandera, surcaré sueños en tu nombre y el chasquido de mi pierna gritará: “¡Barco
a la vista!”.
Escribiendo en ByN para ENTC. Foto de Cristina García Rodero.
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