Aprendí de madre a detener las horas. Sentadas frente a
la casa escuchábamos hablar a los árboles mientras la tarde se deslizaba calle
abajo. Ella entonces sembraba una idea nueva y si brotaba, sonreía mientras plantaba
ilusiones que darían fruto cuando yo creciese.
Mi abuela fue quien me enseñó a coser almas rotas. Sus
brazos acogían niños de rodillas peladas, jovencitas que aterrizaban cómo
pajarillos caídos del nido, o alguna vecina con heridas invisibles. Estas
últimas eran tan frágiles que la abuela me mandaba a jugar a la calle, pues
cualquier ruido podía romperlas en pedazos.
De mi bisabuela, hija y esposa de pescadores, cuentan que
podía hablar con el viento y siempre sabía cuan preñadas se izarían las redes.
Yo hace años que abandoné la isla, pero siempre preparo una gran cafetera
cuando el garbino anuncia trabajo extra. El lebeche me susurra las historias
que escribo y puedo pasar días sin comer ni dormir, hasta que cambia el viento.
Ahora que ha germinado todo lo que mi madre sembró en mí,
dibujo estrellas en mi vientre convencida de que serás niña y añadirás al
legado otra brizna de esa sabiduría antigua que siempre nos ha acompañado a
todas.
La ilustración es obra de Emma Jimeno
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