Lleva mucho tiempo
sola. De lunes a viernes trabaja en la fábrica de sopas instantáneas y al
regresar a casa solo tiene ánimo para pulir el hueco que ha forjado en el sofá viendo,
un día tras otro, ese concurso de cocina.
Ni siquiera habla con
sus vecinos, más bien los evita; pero sabe que en el entresuelo vive una
anciana, acelgas con patatas y pescado hervido; en el segundo una pareja joven,
macarrones boloñesa y bistec con patatas; y en el primero, un divorciado que
mata el hambre a base de precocinados y microondas. El número veintisiete de la
calle Tánger huele a soledad y sopa de sobre.
Hace dos años que no
tiene una cita. Al último chico no le gustó el restaurante que ella propuso —demasiado
elegante—, ni el sushi —él era más de hamburguesas—, y tampoco le debió gustar que
le preguntase si sabía cocinar, porque no ha vuelto a tener noticias suyas.
Su antiguo novio la
mira desde la pantalla y emplata un magnifico solomillo con reducción de Oporto
ante los chefs televisivos. Ella ha reconocido el ingrediente extra de la salsa
y le duele que él diga que es uno de sus trucos de gran cocinero.
Ella ya no cocina
nunca. Guisar le provoca una tristeza tan honda que sus lágrimas acaban
estropeando salsas y caldos. Es un desastre. Solo en la fábrica parece no
importarles que llore sobre los pucheros. Esas sopas ya daban pena antes de que
la contratasen.
Intenta olvidar las
promesas de amor que se hicieron: que tendrían una estrella Michellin en común, y que podrían sus nombres a los
postres de la carta. Pero aún recuerda como olía el sofrito o las lentejas con
chorizo, y como sabían las natillas y la trata de chocolate.
Por fin hoy, el día
más frío del invierno, su pituitaria se ha fugado por la ventana persiguiendo un
olor seductor: el perfume de un caldo paciente. A su mente han acudido imágenes
dormidas, fotos de un recuerdo infantil, de garbanzos bailando en una cazuela
de barro mientras madre majaba los ajos. Ha entornado los párpados, entregándose
al éxtasis de los aromas perdidos, y cuando el repicar del mortero le ha susurrado
una promesa de pan frito, se ha levantado del sofá, ha abandonado el concurso de
los fogones, y ha decidido ir a pedirle una tacita de arroz a su nuevo vecino.
Mi participación en el concurso de Zenda #historiasdeamor
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