Tras el aguacero era
menester secar las ropas y las almas. Para las primeras usábamos la secadora,
pero las almas —mucho más delicadas— encogían y se acobardaban, por lo que hubo que
idear otro sistema. El inventor del artilugio— un ingeniero con aspiraciones poéticas—
lo había concebido como un azud que extraía el agua de las ánimas y la vertía sobre
los campos sedientos.
Todo fue bien al principio y
las cosechas se multiplicaron, pero los efectos de la fuerza centrífuga sobre
el espíritu no habían sido convenientemente estudiados y, a las pocas vueltas,
las almas —mareadas unas y enardecidas de adrenalina el resto— salieron volando
con destino incierto, quedando la noria huérfana y los hombres, desnudos.
#viernescreativo nos propone esta semana una colección de cuatro fotos de Victor Habchy. Escoger una y escribir, el caso es escribir.
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