Nada más bajar del taxi supe que había perdido algo. Revisé
bolsas y bolsillos, pero no eché nada en falta. Sin embargo, tenía una extraña
sensación de orfandad, de ausencia, como si hubiera descubierto un agujero en mi
bolsillo e intentara recordar lo que llevaba allí.
No eran las llaves, por lo que pude entrar en mi piso sin
dificultad. Tampoco había olvidado las bolsas de la compra, así que me preparé
la cena y me senté a devorarla con ansia, pues no había comido nada desde el
almuerzo. Encendí la televisión para distraerme de mi obsesión, pero continuaba
pasando lista a todas mis pertenencias, intentando detectar cuál de ellas había
extraviado. El móvil parecía querer tranquilizarme vibrando sobre la mesa de la
cocina: cinco mensajes en dos grupos. Desesperada, volqué el contenido del
bolso: cartera, documentación, paquete de pañuelos, protector labial… No
faltaba nada.
Más tranquila, me dirigí al dormitorio y me puse el
pijama. Al entrar en el lavabo no noté nada
extraño, abrí el grifo y dejé correr el agua. Desde el espejo, con el cepillo
de dientes en la mano, mi cuerpo descabezado respondía a todas mis preguntas.
Relato para los #viernescreativos. El único requisito: que aparezca un taxi.
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