Lo de Ramón venía de lejos.
De niños fuimos amigos, jugábamos en la calle, apedreábamos gatos y atábamos
petardos a la cola de los perros callejeros. Pero todo eso cambió el día que
ella llegó al pueblo: tenía unas trenzas muy largas y una nariz —sembrada de
pecas—, que arrugaba en una mueca deliciosa cuando algo la disgustaba. Era la
hija del nuevo veterinario.
En cuanto Angelita frunció su linda nariz, Ramón
me señaló como el artífice de aquellas salvajadas. Era su oportunidad y no dudó
en aprovecharla: ella dejó de hablarme, dejó de mirarme, y una tarde, cuando
sabía que yo los espiaba tras la ventana, le dio un beso a Ramón que se me clavó
en el hígado.
No volví a torturar a ningún
animal, lo prometo. Pero a Ramón se la tenía jurada: primero puse pegamento en
su gorra; después, para hacer las paces, compré unos bombones que rellené con laxante; y, finalmente, rompí
los frenos de su bici y le reté a una carrera del valor frente al barranco del
Diablo.
Ganó él.
Yo recuperé la esperanza,
durante un tiempo. Hasta que Ángela adoptó una nueva mascota: un galgo del
refugio, al que llamó Ramón.
Con este relato participo en la convocatoria bimestral de ENTC. Tema: "Perros y/o gatos".
La ilustración es de Paloma Casado.
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