La Navidad que cumplí diez años, llegaron por fin las bicicletas.
Quizás influyó en algo que yo estaba perdiendo la inocencia y mamá quería, a
toda costa, comprar mi silencio y evitar que acabase explicándole a Carlitos porqué
los Reyes no nos las traían nunca. O quizás fue porque cuando volvimos los
cuatro de la cabalgata, encontramos a la abuela muerta en el sofá verde, y papá
estuvo revolviendo en la cómoda durante tres horas antes de avisar a mis tíos.
Fuera por lo que fuese, la mañana de aquel seis de enero, a Carlitos y a mí nos
vistieron con la ropa del domingo y nos dejaron jugar en la calle toda la
mañana, con nuestras bicis nuevas, dando vueltas y más vueltas a la plaza,
mientras en casa, mamá y los tíos, dispuestos alrededor de la cama de la
abuela, alternaban los rosarios con los gritos, según hubiera vecinas en el
piso, o no.
Al finalizar el día, Carlitos y yo teníamos agujetas y
las mejillas cortadas por el frío, pero lo que más nos dolió fue que mamá nos
dijera que la abuela se iba a llevar las bicicletas porque los ángeles del
cielo las necesitaban para llevarle los recados a Dios.
Cualquier niño de cinco años sabe que los ángeles tienen
alas y no van en bici.
Con este relato participo en el concurso #cuentosdenavidad de Zendalibros.com. Obligatorio que aparezca la palabra "Navidad", del espíritu navideño no se decía nada, así que...
La imagen, tomada de internet, es de Michael Hagn.
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