Mientras observaba a través de los
prismáticos, dos endecasílabos llegaron volando y se posaron en un
arbusto; enseguida llegaron dos más y empezaron a cantar en rima asonante. La
migración de los sonetos había empezado con el mes de abril y, como cada
primavera, sólo él dejaba constancia de su paso. Otros corrían disparando tiros
a los pareados, que caían como moscas, o tendían redes para atrapar
serventesios salvajes. Pero él prefería los sonetos: tan raros, tan difíciles de observar, con a su
plumaje críptico y sus hábitos prudentes. Tan hermosos.
En cuanto empezaba la temporada Martín, vestido de camuflaje, se parapetaba
en su escondrijo cerca del río y se armaba de paciencia. A veces la espera era
larga y él se entretenía leyendo poesía. Fue así como descubrió que aquel leve
sonido, producido al volver las páginas, actuaba como un reclamo y atraía a los
sonetos en celo. Éstos se le acercaban sin miedo, dando saltitos y picoteando
el suelo. Y él comenzó a lanzarles migas de su bocadillo, cada vez más cerca;
hasta que alguno, más atrevido, se posaba sobre el libro. Entonces, con un
rápido giro de muñeca, Martín lo cerraba de golpe, atrapando entre las páginas
un nuevo ejemplar que nunca más volvería de tu balcón su nido a colgar.
Mi participación en el concurso de Zenda #historiasdelibros
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