—Sin cadáver— le había dicho—no tienes caso Gutiérrez, o
encuentras el cadáver o archivas el caso.
La bruja, así era cómo la llamaban todos en el pueblo. En la ciudad probablemente aquella mujer sencilla y afable hubiera tenido una placa en la puerta donde se podría leer “Asesora”, “Coach” o “Terapeuta”. Blanca Salvatierra era en efecto todas esas cosas y muchas más. Su fama y buen nombre no tenían fronteras y hasta Villar de Encinas llegaban de tarde en tarde cochazos negros con los cristales oscurecidos que transportaban famosos, políticos e incluso grandes banqueros, en busca de un consejo, un presagio o un hechizo.
Pero él no creía en aquellas fábulas y se había resistido durante semanas a devolver la llamada que la propia Blanca Salvatierra le había hecho al día siguiente de desaparecer el cadáver. En sus veinte años como inspector al frente del departamento de homicidios había visto locos visionarios, médiums y vividores de diverso pelaje, que no dudaban en acercarse a las familias de las víctimas o a la propia policía ofreciendo su ayuda “desinteresada” y nunca había transigido con ninguno. Pero aquel caso le tenía fuera de juego y la desaparición del cadáver, robado del mismísimo depósito de la policía científica, lo había colocado en una situación muy delicada frente a sus superiores. El caso se había torcido y la voz de aquella mujer todavía resonaba en su cerebro:
—Alguien está molestando a los muertos —le había dicho
cuando todavía no se había publicado nada sobre el robo del cadáver —y a los
muertos hay que respetarlos.
Así pues cedió a sus más fuertes convicciones y decidió
visitar a la bruja. Nada más llegar aquella mujer le soltó:
—Yo no necesito que crea en mí, pero ella sí—. Al
inspector aquel golpe de efecto le dejó más bien frío, tomó asiento en el sofá
y aceptó una taza de café. —Solo, sin azúcar, ¿verdad?— dijo la bruja con una
sonrisa maliciosa.
Tras una hora y media de conversación con aquella
extraordinaria mujer el inspector salió de nuevo a la calle, algo aturdido y
con el absoluto convencimiento de haber perdido el tiempo.
El cuerpo, siempre según Blanca Salvatierra, se
encontraba en un lugar frío y muy húmedo, cerca de alguna corriente de agua. El
lugar olía a tierra y era muy oscuro. Estas revelaciones no impresionaron al
inspector, lo desconcertante era el modo en que la señora Salvatierra iba
desgranando pistas, como si la propia difunta le estuviera susurrando las
palabras al oído:
—Dice que oye ruido de agua muy cerca— y entrecerraba los
ojos como para escuchar mejor. El inspector estaba acostumbrado a todo tipo de
timadores, pero nunca había visto a nadie con unas dotes de interpretación tan
sublimes. Por último, cuando ya se despedía de él en la puerta, la bruja le
sujetó del brazo y le dijo:
—Inspector, ella dice que vaya usted con cuidado.
Al anochecer, mientras conducía de vuelta a la comisaría
la conversación con Blanca Salvatierra le pareció cada vez más insustancial,
aquello no tenía ni pies ni cabeza. Al salir a la carretera sin embargo, la
indicación del desvió hacia la cascada le resultó extrañamente coherente con
todo lo dicho por la bruja y decidió
acercarse a echar un vistazo.
Era cierto, el lugar olía a tierra húmeda y se
oía el ruido de la cascada, lamentablemente el terreno era resbaladizo y con la
caída su móvil había quedado inservible. La sangre que le brotaba de la cabeza
empezó a formar un charco en el suelo y se le nubló la vista. Al final había
resultado que sí que era bruja la señora Salvatierra. Lo último que vieron sus
ojos fue el bulto inanimado de un cuerpo en la sombra, la había encontrado,
pero nunca llegaría a resolver el caso. Él no, al menos.
Relato escrito para el taller "Móntame una escena" de Literautas
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